martes, agosto 07, 2012

Olimpíadas y donde el espíritu se quiebra



Hablar de las olimpíadas en esta edición británica, me ha costado varias miradas reprobatorias, toses de disimulo y comentarios de deslinde inmediatos como: "a mi sí me gustan las olimpíadas", cuando en realidad nunca haya expresado que no me gustasen del todo.

Este verano, los juegos olímpicos me han dejado pensando en la prontitud que todos tienen para defender el deporte como algo bueno por naturaleza, asociado con la salud, con lo limpio, con lo sagrado; como si no hubiese otra dimensión posible.

Entiendo que cuestionar las olimpíadas sea un tema sensible para la mayoría de las personas, sin embargo el mensaje de la máxima fiesta deportiva del orbe, me ha llegado en esta ocasión tan insistentemente desde los medios tradicionales y redes sociales, tan apelmazado con una brea que vanagloria los más representativos valores humanos, que mi rebelde proceder, fiel desde la infancia, se ha dado a la tarea de ponerlo todo en tela de juicio.

Y es que una comezón ya bastante familiar, de otras olimpíadas, regresó con éstas. De esas comezones poco localizadas, de las que cuesta trabajo describir.

La pregunta lógica: ¿por qué hacer juegos olímpicos? Sin duda las olimpíadas se han vuelto  una pieza más del engranaje social, que lejos de erigirse en la nobleza humana, se desempeña como una enorme máquina de hacer dinero. El negocio olímpico implica inversiones y gananciaas millonarias para los países sede, los patrocinadores, los medios, etc.

Como negocio, se vende como uno muy loable, pues fomenta la "sana competencia deportiva" y el deporte es la nueva religión del hombre, una religión que constantemente va ganando adeptos de todas las edades, géneros y por qué no decirlo: "religiones", tornandose así en una Meta Religión.

¿Qué más nos da que se haga dinero con este negocio? si al final todos los países (que por cierto nunca han sido todos) participamos y tenemos ese instante de posible gloria, ese pase de "Rey por un Día" en la alfombra roja de las convenciones internacionales. ¿Qué más da?

Realmente el que personas que no practican algún deporte en lo absoluto, ricos y gordos banqueros o dueños de cadenas televisivas, se vuelvan más ricos gracias a las olimpíadas, me tiene sin cuidado. Mi preocupación va más allá, en el sentido de lo que significa la religión deportiva para naciones imperialistas, conquistadores natos, como Inglaterra, Estados Unidos, China, Alemania, Francia, etc.

Basta darse una vuelta por la vasta información en línea respecto al imaginario colectivo de las Medallas Olímpicas, a este Salón de la Fama del Rock Mundial, para darnos cuenta de quiénes han sido los directamente beneficiados del prestigio que como nación puede brindar el ser una potencia deportiva.  Al principio, el Barón de Coubertin quizás haya tenido una visión de hermandad en el que la "civilización humana" trascendiera las fronteras, y los intereses económicos y políticos. No dudo de las intenciones del entonces primer comité olímpico, sin embargo el tiempo todo lo transforma, y la condición humana desde la época de las cavernas sigue inmutable: la ley del más rápido, del más grande y del que pega más fuerte (una transfiguración triste y desafortunada del "Citius, Altius, Fortius"),  es hoy igual de vigente, y es una verdad que no debemos olvidar jamás.

Este Cirque du Soleil de los países con infraestructura deportiva, es una confirmación de su ya antigua preocupación por el deporte, como un símbolo eficiente del statu quo del poder. Los fines propagandísticos del deporte han sido fundamentales para crearse la imagen de una nación inquebrantable y atemorizadora, así lo han presumido siempre los estadounidenses, los alemanes (sobre todo en la época del nacional socialismo como diferenciador racial incluso), y los rusos, en imágenes que abundan en la cinematografía mundial, sobre todo la generada durante las segunda guerra mundial y la posterior guerra fría.

Ser los líderes en el deporte, es tener a los soldados más poderosos, y es el carnet de identidad para dominar el mundo, es la confirmación de ser "Potencia".

¿Usted qué siente cuando su país no gana casi medallas? Cuando, con mucho esfuerzo, los representantes deportivos de nuestra nación ganan algunos bronces y esporádicamente alguna plata u oro, es creo, más motivo de frustración que de festejo, al menos como país. Este sentimiento no es exclusivo del mexicano, ya que gran cantidad de países también bajan la cabeza por no sobresalir en una fiesta a la que nos invitaron (es un decir, ya que pagamos, y mucho, por ir) para resaltar la supremacía de otros, para ver desfilar frente a nuestra nariz las 20 o 30 medallas que otros se llevarán a casa, haciéndonos sentir pequeños, muy pequeñitos.



Esta situación, por supuesto nos pone a reflexionar qué nos pasa como país, pero ampliando el análisis mejor preguntémonos ¿qué le pasa al mundo? ¿qué le pasa a América Latina? ¿Qué le pasa a los países pobres? ¿Debería haber unas olimpíadas para los poderosos y otras para los no tanto? ¿Les seguimos haciendo el numerito a los grandes para que sigan destacando como nuestros vencedores permanentes? Esa intención de que los deportes despertarían el espíritu competitivo de los hombres y por sí mismo nos haría mejores, se olvidó de las circunstancias económicas, políticas y sociales de cada región y país.
Por supuesto que si hay un juego universal al cual jugar, la regla justa sería entrarle, claro, en igualdad de circunstancias.

El olimpismo debería de entornar su mirada para ver a los hombres y mujeres, más que los países, si quisiera verdaderamente "hermanar" a los pueblos y condecorar los triunfos deportivos, pero en el instante en que dos hombres compiten, es casi imborrable su color, su sexo y su nacionalidad.

A veces incluso he pensado que debería por ejemplo, haber equipos mixtos, de hombres y mujeres, persiguiendo alguna presea olímpica. Evidentemente las pruebas atléticas individuales como los 100 metros planos, o el salto de altura o longitud pone de manifiesto las diferencias físicas entre ambos sexos, haciendo casi imposible el necesitar las categorías femenil y varonil, pero quizás en el futbol, o en el volley ball, en igualdad de circunstancias, como he expresado, podría funcionar.



Continuando con el tema de la igualdad de circunstancias,  echemos un vistazo en la cultura del deporte en México. Las clases de educación física son un eterno dar vueltas a las canchas (si las hay) de la mayoría de las escuelas primarias y secundarias; calistenia básica que a veces se adereza con aprenderse los reglamentos del Volley Ball, del Basquet Ball, o del Tenis. Alguien me hizo ver que los profesionales de la educación física en México son excepcionales, con un entrenamiento árduo y que "no cualquiera" terminaba esa carrera, sin embargo creo que, a pesar de ello, la importancia que la materia "educación física" tiene en los planes académicos no va más allá de un divertimento circunstancial en nuestras vidas. Baste ver la calidad de las instalaciones deportivas de la mayoría de las escuelas a lo largo de nuestro país, para tener un elemento más de juicio al respecto del deporte nacional. A veces he pensado que, al menos en México, el futbol se convirtió en el deporte preferido precisamente porque no requiere más que un llano, 22 jugadores y un balón: nada más barato que eso.

No me atrevo a hacer un análisis comparativo de cómo eran los deportes en la antigüedad azteca y maya contra la actualidad, porque desconozco profundamente el tema, pero el planteamiento se presenta sumamente interesante, ya que, el juego de pelota por ejemplo era un evento religioso, al igual que las originales Olimpíadas griegas. Las circunstancias económicas, y la corrupción, como resultado de la política mexicana quizás sean los otros factores que se repitan en muchos países del mundo. El tema del deporte en México simplemente da para una tesis bastante extensa y muy reveladora de una variedad de aspectos de nuestra cultura.

Y como revelación, no sólo nuestra, sino del resto de los países que comparten este punto de vista, las olimpíadas ponen de manifiesto, a la vista de todo el mundo, nuestras más agudas debilidades. Cada cuatro años se exhiben las verguenzas de un racimo de naciones. La gloria para unos cuantos, y el síntoma de la falta de la religión deportiva en otros.

Claro que ser buenos en los deportes suena a deseable, pero al mismo tiempo, en concursos de otra índole, muchos mexicanos están ganando medallas en olimpíadas matemáticas, de química, y quién sabe en qué tantos otros frentes de una dignidad extraordinaria. Si yo tuviera un hijo que no fuera bueno en los deportes, y él sufriera por eso, mi consejo sería: "Los deportes no son lo más importante". Y eso lo creo de corazón.

Para poner un ejemplo tan burdo como este escrito: Si México no necesitara de la gloria olímpica, de esa auto comprobación, y sobresaliéramos mundialmente como filósofos, como un país que dominó sus demonios, quizás hasta risa me daría ver que nos rehusamos a participar en las olimpíadas por estar mucho más ocupados en otros asuntos: "nuestros asuntos".

Siempre las utopías nos extraen una sonrisa fugaz.

Lograr todos esos otros méritos, indudablemente nos llevaría a niveles deportivos altos, y en ese caso quizás sería necio no demostrárselo al mundo. No lo sé.

Otro aspecto en verdad deshumanizante, sin duda, ha sido el estilo de vida alienante de los atletas de alto rendimiento. Muchos atletas, desde pequeños, son aislados para convertir el motivo último de su existencia en ganar medallas, como es el caso de las gimnastas y clavadistas herencia de los antiguos bloques comunistas. Aquí también, el deporte a ultranza puede generar medallas y orgullo nacional, a costa de la calidad de las vidas de niños y niñas de 7 u 8 años.

Este estrés olímpico trastorna los valores de muchos atletas, haciéndolos también propensos a la trampa y el engaño, en donde muchas veces, caen en la tentación de las drogas en busca de un mejor rendimiento. No siempre el deporte saca lo mejor de nosotros ¿no es así?

Hay un vasto aparato logístico y de recursos humanos desplegados en las justas olímpicas, dedicados a detectar y sancionar el famoso dopaje de los atletas.

¿Qué hay de rescatable? Mucho. Creo y me motiva mucho tener la oportunidad de apreciar el drama individual de cada uno de los atletas. Las historias de gloria personales son hermosas, al igual que el contraste dramático de las derrotas.

Ver los rostros y las lágrimas, el dolor y las risas de los jóvenes que compiten en las olimpíadas me conmueve profundamente, porque me recuerda, precisamente, que antes que griegos, rumanos, coreanos o mexicanos, todos somos los insignificantes humanos de siempre, en la búsqueda constante del amor, de trascendencia, la búsqueda de uno mismo a través de las circunstancias que nos brinda el mundo.



Por supuesto que me gusta ver las olimpíadas, siempre que estos aspectos humanos asoman ante el potente escrutinio de las cámaras y de la ahora alta definición. La tecnología nos trae nuevamente, como cada cuatro años, las historias sublimes, de dignidad y esfuerzo, la de equipos que casi sin apoyo de sus delegaciones, merecerían portar medallas de oro, por el simple hecho de haber llegado a los juegos olímpicos; la de una niña que años después de inspirarse en su heroína, terminó compartiendo el podium  junto a ella. También las historias viles alimentan, y por supuesto nos recuerdan también nuestra humanidad. Me enteré del entrenador que abusó de su alumna desde pequeña, y como esas historias debe haber cientos más. Donde los humanos nos juntamos, se junta lo peor y lo mejor de nosotros, y ese espectáculo vale la pena verlo, pero siempre, creo yo, con una mirada crítica y fuerte, incisiva, y tratando siempre de ejercer el contrapeso de nuestra posición frente a los acontecimientos.

Así que sí, me gustan las olimpíadas. ¿a usted?