viernes, abril 14, 2017

El regreso de Platón



Albaceas de la palabra reunidos
en aquel día justo,
de simetría perfecta.
Cuando la eclíptica cruza el ecuador.
Los poetas que escucharán a Platón
han viajado desde todos los tiempos
a través de la máquina de Cox,
convocados a una hazaña sin retorno.

Elegir el lugar y la fecha fue difícil
como suele ser difícil acordar
entre personas de distintas épocas.
Algunos invocaron la ceremonia,
en los rampantes vapores del diecinueve,
una tarde de domingo en la île de la Grand Jatte.
Otros, con devoción animal,
hedonistas de sangre,
pidieron retroceder a la antigua estación
de los grandes saurios.
Por no dejar de contarlo, aquellos menos escuchados
habrían hospedado la cátedra
en la profundidad inextricable de la selva,
junto a las imprecisas fuentes del río Orinoco.

Meses de desatinos y discusiones
dieron a luz un pequeño sitio sin demasiada vena:
la terraza del café “Reencuentro”
sobre avenida La Plata, en Santos Lugares,
provincia de Buenos Aires.
Un lugar, a juicio de los decanos:
dignamente insípido,
palacio de lo profano,
con reputación de video game.
Muy siglo veintiuno, pero sin la certeza del fin del mundo;
muy estoico, pero con su señal de internet
y su password: “mariel76”.
Se había forjado el contraste deseado,
la posibilidad de contemplar el suave vaivén
de las palabras de Platón
como un frondoso sauce
agitado en la inocuidad de la noche.

Si bien se les había dicho
a los nueve tenientes
que las más frescas cavilaciones de Platón
no deambularían el camino de los aforismos,
los rumores daban cuenta
de una declaración absoluta:
¿las pruebas de la ética del placer?
¿La mortalidad del alma?
La tarde estaba al punto,
la verdad un sable sin funda,
acero de cara al viento.

Platón sacó varios papeles de una maletita dorada,
de ella colgaban dos asas negras de cuero,
y un listón rojo amarrado,
para sortear la confusión
en algún aeropuerto.
Los colores chinos,
el muérdago de los druidas,
raíces de ginseng en línea,
la mandrágora de Flavio Josefo.

Seis mates humeantes trajo Mariela,
y cuatro infusiones de lavanda.
Las puertas batientes de la cocina
rechinaban a cada embestida,
como lamentos de algún cerdito,
estrellas de latón sobre pizarra.
Cada que ella desaparecía
dejaba una estela sinuosa
que repetía sus muslos dóricos.

La voz de Platón asomó cual partícula.
Desde aquel momento, el aire se tornó pesado.
Santos Lugares lo sintió:
una presión, un tronar de oídos,
un fosfato en terciopelo negro,
nuevo orden, nuevo caos;
como pájaros del campo
poseídos por la parvada
que dibuja con ellos
remolinos en el cielo,
lo ennegrece y clarea a voluntad.

Frente al café, la vía del tren espera,
amortajada en un velo de insectos y zumbidos,
que contaminan el plumbago
a los pies de la estación.
Algunas abejas cruzan
el espacio territorial
de las mesas de los poetas,
algunas se posan sobre la voz de Platón,
y la polinizan.
De esta suerte de enjambre
se desprenden dos mujeres
que entran al café
luciendo risas nucleares,
con las que podrían aniquilar la vida
en un hongo final.
Se sientan al lado del grupo,
rechinan las sillas, las risas
las tripas, la mesa.
Salmón aún se escucha,
desde el ríspido cauce,
mientras nada contra corriente,
mientras se bate en duelo
bajo la espuma tibia del hastío.

Los poetas estiran el cuello,
son girasoles
orientados a la voz de Platón,
se elevan desde su tallos gruesos,
con verdes gargantas,
las venas saltonas por el esfuerzo.
Llevan así horas,
se puede descifrar
por sus miradas desalineadas,
los rostros espolvoreados de sol,
angustiados por lo fugaz de las palabras
que se deslizan y tuercen
entre cada sonido
que brota de Santos Lugares
como de un abrevadero malsano.
Se les puede ver
moviendo los pies, o la cuchara,
o sorbiendo la bombilla del mate.
De convocarlos a un fusilamiento,
en el estado en el que se encontraban,
hubieran ido sin chistar.

A lo lejos se escucha un silbato,
último tren en aquel día justo
de simetría perfecta.
Platón se apresura a guardar sus cosas
ante las miradas de asombro.
Da un último trago a su refresco
y sale de la terraza, apresurado.
El cielo se vuelca en nubarrones
y la lluvia se anuncia cercana,
con un trueno corto y potente.

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