sábado, diciembre 22, 2007

Disertación profunda acerca del arte de la literatura















Abro el cuaderno y encuentro sus hojas en blanco, lo cual no me sorprende, ya que el día en que lo compré pedí al dependiente me diera un cuaderno de hojas blancas. Quizás rescate el factor sorpresa si me avoco a la tarea de explicar que debería estar lleno de letras, palabras, párrafos enteros escritos por alguien.

Si no fue así, es posible que haya sido porque no abrí el cuaderno en el tiempo correcto, sino justo antes de que el desconocido escritor pudiera anotar cualquier cosa. Lo peor del caso es que contínuamente lo abro, y siempre me encuentro ante el desconcierto de mi anticipación, o de la tardanza del fulano para escribir en él.

¿Por qué razón no compré un libro ya impreso como todo el mundo? Bien, no es tan sólo una razón de comprar o no un libro; es toda una forma de vida, fundamentada en la delicadeza y el arte de la existencia. Desapegarme a tal disciplina, significaría rebajarme al nivel de los que compran libros ya escritos; a los que no tienen la paciencia necesaria para esperar a que los escriban después. En efecto, esa era mi razón.

La paciencia del cazador se sublima en el momento de encontrar a su presa descuidada, y es ese espíritu aventurero el que hace falta a la gente, ese alter ego anti rutinario que no es otro más, que el que hace de un apacible maestro de escuela, un sanguinario monstruo dedicado a la antropofagia, e incluso a los extremos de la política y la administración pública.

Harto original sería descubrir al desaparecido escritor infiltrarse en nuestra biblioteca, mientras busca el inédito volúmen para mancharlo con sus ideas más inspiradas.

También la economía juega aquí un papel importante, púes ¿por qué pagar una cantidad por un libro, sin saber de antemano lo que tiene escrito? Si no es de nuestro agrado, ¿a quién reclamamos? ¡Claro! es muy cómodo para el autor no estar presente cuando leemos alguna célebre porquería. Con mi método, uno compra literatura a un precio razonable y hasta puede supervisar el proceso creativo. Si el escritor hace su trabajo de mal talante, se le puede echar de la casa y esperar a otro. En resumen, es la oportunidad de evitar sorpresas desagradables y de hacer valer nuestros derechos.

Dije algo acerca de evitar sorpresas, pero no mencioné una en especial, que por el contrario, antes que ser una molesita, resulta una tentación irresistible, el alma misma de la aventura literaria: ¿Quién será el famoso escritor que visitará nuestra casa?

Excitado por el suspenso que esta pregunta representa, no le he quitado el ojo de encima al pasillo y a la ventana que dan a la biblioteca. Se dice que una vez un afortunado testigo recibió a Dante en su casa, y éste la encontró acogedora. ¿Quién, después de visitar el infierno, no encuentra acogedor cualquier sitio? Otro informe habla de la muerte casi instantánea de un obispo italiano cuando, en espera de San Agustín, descubrió que en lugar del santo, el destino le había traido la visita de Baudelaire; y qué decir de la pareja de casados cuya vida conyugal estaba al borde del fracaso; tras la visita del Marqués de Sade sus problemas se resolvieron, y ahora son un matrimonio feliz.

Todas estas historias atizan la llama de mi curiosidad, de un morbo histórico inefable que late en lo más profundo; por ese motivo llevo sentado en esta sillita de mimbre seis meses, pues sería lamentable que mientras salgo a comer, un célebre autor llegase así como así, sin un anfitrión que lo atienda a la medida de la circunstancia.

Estaba meditando en todo lo anterior, cuando un rechinar de la puerta principal anunció el tan esperado suceso. El corazón se me paralizó, y la imaginación dejo de volar para atenerse a lo que, de un momento a otro, acontecería en el viejo pasillo. El olor acre que llegaba hasta mi nariz quizás fuese el indicio de algún personaje bastante antiguo, ¿Homero acaso? Cuando vi su figura aparecer entre la penumbra del corredor, descarté tal suposición. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, con anteojos; vestía un traje oscuro que le quedaba holgado, y su rostro no me era conocido. Aprovechando mi posición estratégica en la oscuridad, traté de recordar la cara de algún autor que encajara con la del extraño visitante. Fue inútil. Nervioso, me levanté de la silla en el instante en que el sujeto tomó el cuaderno del librero.

- ¡Bienvenido! Disculpe la falta de cortesía pero, no puedo recordar qué famoso escritor es usted. Por un momento lo confundí con Milton.

-¿Escritor? yo no soy escritor, soy médico -dijo tranquilo, a pesar de mi repentina aparición.

-Entonces habrá hecho algún importante tratado de medicina...

-No lo he hecho -comentó, al mismo tiempo que escribía en el cuaderno.

-Es que yo esperaba a un escritor -dije confundido, también decepcionado; casi a punto de llorar.

-Usted ya esperó demasiado tiempo, ya está muerto -echó un último vistazo a lo que acababa de escribir y me lo mostró-. Es una acta de defunción, seguro es a lo que usted se refiere; mire...

En efecto era una acta de defunción. Es curioso pero cuando leí mi nombre en ella me sentí muy relajado... muy liviano.

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